miércoles, 5 de febrero de 2014

EL REPICAR DE LAS CAMPANAS


El lograr subir al campanario de la torre de la iglesia de mi pueblo no era “moco de pavo”, dicho sea en lenguaje coloquial. Porque no era fácil, ni mucho menos, el acceder hasta él de buenas a primeras, incluso hasta resultaba un tanto peligroso si tenías la mala fortuna de dar un traspiés en el camino.

Y ello, porque el acceso a la torre entrañaba en su inicio bastante dificultad: dos especie de vigas, colocadas en horizontal una junto a otra, salvaban el foso existente desde la entrada a través del coro, hasta tomar la escalera interior de piedra que permitía, desde allí sí, alcanzar la cima de la misma.

Sin embargo, a los chavales, intrépidos aventureros siempre por naturaleza, nos gustaba acceder a ella para ayudar, en la medida de nuestras posibilidades –así tratábamos de venderlo cara a los mayores-, a los mozos del pueblo a voltear las campanas, que de eso sabían un rato y, además, tenían la fuerza suficiente para poder mover aquellas impresionantes moles de hierro y madera que tan profundo sonido extendían por cada uno de los rincones del pueblo; sobre todo el día de la fiesta, mientras el resto de vecinos, allá abajo, en las calles, procesionaban al santo con extraordinaria fe y devoción.

Claro que aquel sonido, que en el exterior era ya potente por naturaleza y retumbaba con fuerza en las calles más próximas a la iglesia, en el pequeño cubículo del campanario resultaba ensordecedor por momentos, con la totalidad de las campanas tañendo a un tiempo.  Pero no nos importaba en demasía este atronador redoblar de las campanas; porque, a cambio, descubríamos unas perspectivas nuevas y un mundo diferente de nuestro pueblo y sus alrededores desde aquel extraordinario punto de observación.
 
Y desde allí, con el sonido a fiesta impregnando nuestros oídos, tratábamos de buscar nuestras respectivas casas en medio de aquel conglomerado de tejados de variadas formas y chimeneas apuntando al cielo; también la plaza en la que ejecutábamos la mayoría de nuestros juegos; y la escuela al final de la calle principal y, junto a ella, la era donde disputábamos los grandes y trascendentales partidos de fútbol. Y allí donde el cielo parecía tocar el horizonte, el final del camino del río –nuestro río Carrión de referencia, cristalino y cantarín por excelencia-, que los veranos mitigaba nuestros calores con un chapuzón en sus límpidas aguas. Pero de las palomas y resto de aves que habitaban la torre, ni rastro.
 
(Publicado en el Periódico "Diario Palentino" el 5/02/2014)

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